Un pequeño a gran altura
Cuando te
encuentras a 1214 metros
sobre el nivel del mar, cuando pisas el último de los 459 escalones que te
llevan a la cima de la mayor roca volcánica de Cuba, cuando el sudor y la
respiración entrecortada te dicen que el esfuerzo fue grande, pero sobre todo
cuando tus ojos ven aquel paisaje ante ti, cuando tienes el oriente cubano
justo a tus pies, entonces sonríes porque sabes que los dolores en las piernas
valieron la pena.
Antes de
ascender a la Gran Piedra
debes subir la serranía santiaguera, un laberinto de empinadas carreteras
curvas que te obligan a tragar en seco en cada cambio de velocidad, te hacen
aferrarte a las laderas del carro como si no quisieras soltarte jamás. Luego de
cerradas curvas que causan suspiros interminables, luego de acantilados en los
cuales lo más sabio es usar aquel antiguo consejo de ‘’no mires abajo’’, llegas
al camino escalonado que te llevará a ese encuentro con las nubes.
Comienzas
el ascenso y las energías poco a poco van menguando, estás a la mitad y dudas
que la cima en realidad exista. Sabes que te estás probando a ti mismo, sabes
que al agobiante calor de Santiago de Cuba también le quedó muy alto este sitio
y entonces el frío que la altura te regala se vuelve otro factor en contra.
Pones todo tu empeño, toda tu voluntad en cumplir la meta, pones a la
curiosidad que sientes por llegar arriba como la única excusa para seguir
adelante.
Por fin
llegas a la cima y dejas que la magia del lugar haga el resto. Miras las
grandes montañas que acabas de ascender y ahora te parecen simples lomitas,
buscas el sitio justo donde acaba el mar e inicia el cielo y parece no existir.
En ese momento sonríes, sonríes porque sabes que has hecho una hazaña. Piensas
en el ser humano y dices ‘’que grandes somos, mira a donde hemos llegado’’. Ese
pensamiento queda en tu cabeza hasta el momento justo de bajar.
Cuando te
dispones a descender pasa algo que te deja con la boca abierta y te dice casi
gritando, ‘’ la naturaleza siempre tiene la ventaja’’. En una planta de henequén que crece al borde del acantilado un animalito casi pasa desapercibido
por culpa de su pequeño tamaño. Un zunzún, revoloteaba entre la florecida
planta y saboreaba ese exquisito manjar tan cercano al cielo.
Entonces te
percatas que la inmensidad del ser humano no es tal como pensabas, te das
cuenta que la naturaleza siempre anda un paso adelante, descubres como un ser
tan pequeño ha llegado igual de lejos que tú. El pajarillo volaba y se me
ocurrió pensar que lo hacía contento, esperando llegar a casa y darles de probar
a sus hijos.
Un
zunzuncito estaba ahora bien pegadito al cielo, trabajando, alimentándose, él
vivía allí, él era parte de la magia del lugar. Él no era la pequeña e
indefensa avecilla que revoloteaba intrépida esas alturas, él era el dueño de
ese lugar, el dueño absoluto de los amaneceres, el dueño de la brisa, de ese
clima, de esas vistas, él era el verdadero tesoro de esa travesía.
Más tarde
alguien me hizo entender el por qué estaba tan cercano al cielo este animalito.
Me contó la historia de los dioses mayas, y de cómo habían creado al zunzún a
partir de una piedra preciosa, como le habían dado la tarea de que fuera su
mensajero. Más allá de la mitología maya, de las creencias de una civilización
lejana en el espacio y el tiempo, yo quiero creer esa historia, yo quiero saber
que es cierta, yo quiero insistir en que, el agradecido animalito, subía cada
mañana a darle los buenos días a sus creadores.
Texto y Fotos Haniel Valdés Velázquez
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